Hoy es

BARRO, de Conchi López


Presa de la impaciencia, de tanto tiempo reprimida en el embalse de los ojos,  rompe el dique del orgullo y corre, corre sin freno ya, libre por la ladera de la cara, una lágrima, luego otra...y como un rio cuando desboca, aparece el llanto. Aquella foto apareció tímidamente entre un amasijo de ropa mojada y al intentar cogerla por la esquina le temblaron los dedos por miedo a que se desintegrara para siempre entre sus manos. ¡Ay, madre! Y ya no aguantó más, la hermana mayor, se secaba el caudal de lágrimas con una mano llena de barro. Su hermana menor la esperaba fuera de la casa y al ver que no salía, entró a buscarla porque se hacía de noche y tenían que volver al pueblo por un camino de fango.
La noche del 14 de Septiembre de 2019, después de dos días de lluvias torrenciales, y cumpliéndose de sobra todas las predicciones, las dos hermanas tuvieron la certeza de que la casa en la que habían crecido y también la causa de su distanciamiento, estaría inundada en un mar en plena huerta. La hermana mayor corrió a cerrar todas la ventanas porque los relámpagos iluminaban a fogonazos un cielo empedrado y con su clamor advertía que la furia de los dioses había apuntado al pueblo con el dedo. Después de un trueno se fue la luz y apretó aun más el teléfono móvil contra el pecho a modo de rosario y sin pensarlo más, marcó por fin el número de su hermana, tres años menor que ella. Hacía otros tres que no se hablaban. En ese momento se cebaban con ella todos los miedos del mundo, los adultos y los infantiles, y con éstos últimos, los pasitos descalzos de su hermana pequeña venían corriendo hacia su cama en las noches de tormenta y allí se escondían debajo de las mantas mientras la lluvia azotaba los techos altos de  aquella casa. Podía recordar todas los agujeros de ese tejado por el que supuraba el agua como la sangre por una herida que no cura y la orquesta del goteo en los cubos de cinc...Sacudió de su mente los recuerdos como si fueran moscas pesadas que siempre vuelven. ¿Seguiría ella teniendo miedo a las tormentas?
Sonó un tono, un resplandor iluminó el comedor, dos, un relámpago partió el cielo en dos, tres, el rumor de un trueno que se hizo eterno y al fin una voz al otro lado del teléfono, “¿dígame?”. Su voz, cuánto tiempo sin oírla, apunto estuvo de colgar, pero contestó ;”soy yo”, y la otra supo que era ella, solo por su voz. La hermana menor suspiró y dejó que el silencio lo dijera todo. La lluvia no paraba y ese rumor que traían las nubes presagiaba que de un momento a otro caerían del cielo granizos como naranjas, tal vez un rayo fulminante que acabaría con todo. El fin del mundo. Sí, seguía teniendo miedo a las tormentas y sin querer se vio de niña correr a la cama de su hermana que la esperaba con las mantas abiertas y le contaba mil historias mientras le acariciaba el pelo. Pero no, no quería sentir nostalgia ahora después de lo que pasó. ¿Acaso le iba a perdonar que intentara a toda costa quedarse con la casa que era de las dos? Porque la mayor nunca se casó y le echó en cara que ella sola se había ocupado de los padres y de la casa mientras la pequeña gozaba de una libertad que la mayor no tuvo nunca y se evadía de todo saliendo a trabajar en el almacén o de paseo con su novio. Tercas como el padre era, con esa discusión dejaron de hablarse hasta que recibieron una oferta de vender la casa, un dinero que las hubiera aliviado un poco de la crisis pero la mayor se negó rotunda. “La casa no se vende”, dijo, ya no hubo arreglo. Así que nada, ella lo quiso, ni para una ni para otra y la casa sin barrer. Ahí estará, pudriéndose y hundida por el barro de los recuerdos, con todo dentro igual como lo dejó madre. Madre mía, si levantara la cabeza..”.póbretica”. Y padre igual, toda la vida trabajando en la dichosa huerta y lo único que tuvieron fue esa casa, si esto le pilla en vida se hubiera dejado engullir por las aguas antes de tener que dejarla, tan terco como era por el apego a esta tierra. No, mejor que no levanten las cabezas que del susto se mueren otra vez al verse con tanta agua alrededor y sus hijas tan distanciadas, cada una viviendo en una esquina del pueblo para no tener que tropezarse.
 “Sí, tenemos que ir a la casa” Sentenció la hermana pequeña y quedaron en verse en cuanto supieran que se podía pasar por el camino de acceso. Así que nada, nada de preguntarse cómo estás, si te ha entrado agua por algún lado, y los chicos, -dos hijos ya mayores de la pequeña-, si les había pillado la riada fuera, porque está lloviendo mucho, que veremos a ver cómo amanecemos, y las carreteras estarán cortadas y...hermana, estoy aquí si me necesitas. Esas palabras hubieran sido las normales, sin embargo ninguna las dijo pero sintieron en el pecho el galope del corazón aguantando todo el rencor enquistado que les taponaba la boca.
A una noche apocalíptica le sucedió un amanecer sombrío, los helicópteros taladraban el cielo y las lanchas y camiones del ejército navegaban por las calles formando crestas de agua al pasar. Al principio daban una sensación de guerra inminente, un estado militar propio de otros tiempos y lugares, pero al final se convirtieron en una tónica diaria, una normalidad forzada  llevando víveres o rescatando  gente que se había quedado aislada en sus propias casas, gente mayor o enfermos, gente normal. Todo el mundo conocía casos así y por las redes sociales corrían como la pólvora las fotos del desastre minuto a minuto. En las colas de la cuba de agua no se oía otra pregunta “¿y a ti, te ha entrado el agua?” La respuesta era un consuelo que los igualaba, los mayores decían que no habían conocido riada igual porque en ésta había llovido más que en la anterior y en menos tiempo y encima se había roto la mota del rio por varios sitios inundando zonas nuevas. Una situación angustiosa vivida aquí muchas veces y nada, todo seguía igual.
La gente para vivir necesita rodearse de sensaciones de seguridad y bienestar, tener un hogar, con sus cosas en su sitio, su agua y su luz correspondiente y sentir que allí está a salvo de todo. Y lo normal es que así sea,  pero se olvida a menudo que el hilo de oro con que se sostiene esa normalidad se puede romper ahora mismo con un solo soplo, que lo que no pasa en siglos puede pasar hoy. Pero esa naturaleza indómita también desarrolla el sentido de supervivencia, por eso también al caos se acostumbra uno, cuando no queda otra. Durante una semana  el pueblo fue una isla rodeada de agua y se convirtió en la zona cero de la inundación en la Vega Baja, sus habitantes se acostumbraron a ir llenos de barro a diario y puestas las botas de agua, algunos por primera vez y que compraban por decenas junto con todos los aperos quita- lodos, hasta que acabaron las existencias. En poco tiempo ya todos habían aprendido a hacer una ordenada cola ante el camión de la cuba de agua, con sus garrafas a cuestas con la que también habían aprendido a lavarse. Acostumbrarse a pasar los días con lo poco que suministraban las tiendas y superar la lección de vivir sin agua, ese sagrado líquido que tanto se derrocha y que veían correr salvaje por las calles y los campos  pero que no salía ni gota por los grifos. Luego venían las cámaras de televisión a grabar y la gente se veía por el telediario de la noche siendo preguntados, “¿y a usted, le ha entrado el agua?”o siendo rescatados en lancha o sacados en volandas por la manos de los bomberos...pero siempre con la sensación de que esos de la tele no eran ellos, sino otros, que esto no podía estar pasando en su pueblo y a su gente. Un manotazo de realidad.
Cuando el sol salió de nuevo después de tres días secuestrado, quiso esconderse otra vez para no ver la desolación del nuevo paisaje urbano a plena luz. Los coches dormían en los parques, otros estaban inundados o hincados de cabeza en medio de los bancales, como si la mano de un gigante aburrido los hubiera dejado allí. Las casas llevaban el tatuaje de la línea del agua marcado en las fachadas y  los árboles desde arriba eran vistos como los guisantes de una sopa aguada, bastante aguada, se diría. Y hacer frente a la nueva realidad que va surgiendo conforme va bajando el nivel de esa aguas estancadas, así aparecen objetos y animales que no se pudieron salvar y enseres como vomitados de las bocas de las casas, cubiertos de tanto fango que ya no serán los mismos y las personas tampoco, con barro hasta en el alma, intentando recomponer su pequeña cota de normalidad, rescatando entre el barrizal algo de lo que fueron. Lo demás, lo que no sirve, se amontona en las aceras y descampados, un disparatado rastro de desechos; mesas, sillas, armarios, electrodomésticos, camas, colchones, cuadros, percheros y zapatos, montones de ropa empapada, los trastos de una vida, toneladas de tristeza.
Así fue que el tiempo y el espacio en el pueblo cobró una nueva dimensión, nada se podía hacer en esos días sitiados ya que por las carreteras no había entrada ni salida y no había colegio, ni agua para limpiar y la actividad se limitó a sacar trastos a la calle y a vagar errante por ellas, una multitud ociosa que no quería meterse en casa sin saber las últimas novedades. Unos y otros, chocando antenas como las hormigas al reconocerse, cada uno arrastrando su miedo y su pena a la medida pero todos impotentes ante este revés de la naturaleza.  Ellas, las hermanas en cuestión, intentaron no acordarse la una de la otra, cada una en su zona; la mayor en un piso del que no pudo bajar en dos días y la menor en una casa con garaje inundado, pero ambas cavilando en sus entrañas si a la otra le habría entrado más o menos el agua.
Cuando el agua entra en una casa nada se puede hacer salvo dejarla pasar, su lengua se va extendiendo sin compasión buscando salidas hasta que rebosa y sube de nivel. Se conoce también que cuando el agua va desapareciendo deja una gruesa tonga de lodo, blanda y resbaladiza al principio pero dura y seca al final. Eso es el barro, difícil de quitar. Cuando se va realmente ya lo ha podrido todo. Luego conseguir entrar a la casa y que ya nada esté en su sitio y no saber por dónde empezar y sentir el involuntario temblor en la barbilla y en los hombros que acontece al llanto. ¿Qué podía rescatarse de una casa inundada?. Las situaciones adversas ponen a prueba la condición humana, se puede llorar y desatar la furia en busca de culpables o se puede coger unas botas y el rastrillo y empezar a arrastrar el barro de dentro a fuera. Sin parar, hasta que aquello que fue hogar, fábrica o escuela vuelva a parecerse a lo que era. Y es en ese momento cuando dos hermanas que llevaban sin hablarse desde la muerte de su madre, hartas ya de culparse, van aponerse las botas de agua y a romper a palazos esa capa de barro viejo que las separaba.
Enfilaron el camino a la casa, a pie y en silencio, todo estaba desfigurado, tumbadas las alambradas, muertos los cultivos y los bancales invadidos de matas esqueléticas, rastrojos retorcidos y bardomeras pavorosas. También los árboles tenían la herida del agua como un hachazo en mitad del tronco y, enredados entre sus ramas, tristes colgajos de plásticos mecidos por una brisa pestilente. La casa en medio de ese paisaje fantasmal parecía dormir el sueño de las piedras. Varios pájaros salieron por los huecos de una ventana rota y, contra la fachada, se amontonaban matojos y basura empujada por el torrente del agua que se desbordó de la acequia. Tal sería su fuerza que el agua se coló por los resquicios de los marcos con carcoma, por todas las oquedades antiguas de la madera y se filtró por las paredes convirtiéndolas en esponja. La puerta de entrada había cedido a la envestida y el agua como toro desbocado, había salido por la puerta trasera de lo que era el corral. Lo que dejó a su paso era barro y un vacío tan hondo que no daba lugar a nada más. ¿Qué rescatarían de aquel lodazal? Quizá la clara conciencia de que esta desgracia en el pueblo y en sus vidas les daría otro enfoque de las cosas.
Al entrar el fuerte olor a humedad y cieno las tumbó de inmediato. El amplio comedor había sido arrasado, tendrían que empezar sacando todo al porche, algunos muebles con el tiempo se secarían y otros terminarían abriéndose de dentro a fuera como se abre una flor. El cuadro del sagrado corazón todavía las observaba desde arriba con la imagen abombada, fugada de su marco. La mesa y las sillas se estrellaban contra la pared en una maraña de patas. Seguramente el aparador había estado flotando sobre las aguas boca arriba como un ataúd abierto y de él habían salido a navegar multitud de objetos pequeños, recordatorios de bautizos, bodas y comuniones, fotos embarradas de personas  que ya nadie reconocería y los álbumes de sellos que su padre siempre coleccionó, todo hundido en un palmo de barro.
Seguían sin mediar palabra cuando entraron al cuarto matrimonial, un lugar que albergaba el nacimiento y la muerte. En la pared, sobre el alto cabezal de la cama, la señal de un rosario negro con las cuentas de madera, la línea sucia del agua y las manchas de moho, dibujaban un extraño mapa sin ningún tesoro. Contra esa pared las dos apilaron el colchón que parecía un fusilado de guerra con todas sus heridas abiertas. Luego estaba en la esquina del cuarto aquel espejo de cuerpo entero que fue testigo del estrago del tiempo en sus cuerpos. Era una reliquia con sus marco de madera oscura formando volutas. Decía la madre que fue un regalo de bodas de un tío suyo y que a su vez había pertenecido a un antepasado italiano, a ellas les encantaba esa historia y se reían frente al espejo, imitando el acento “¡mamma mía, es molto costoso!” La hermana menor, siempre más práctica, pensó en la posibilidad de venderlo, pero al verse reflejada, dio un respingo y apartó la mirada porque se vio vestida de novia, la madre y la hermana en su espalda, colocándole el velo…Cuántas veces se habían mirado en ese espejo aboyado, cuando se tomaban las medidas para las faldas que su madre les hacía, y giraban luego para comprobar su vuelo, cuando se peinaban entre ellas y se disfrazaban o jugaban a ponerse los zapatos de tacón. El espejo tendrá arreglo, se dijo,y siguió andando apartando trastos con las botas.
En el espeso lodo de la cocina se revolcaba una vieja nevera con la puerta abierta de par en par exhibiendo su esmirriada desnudez y a su alrededor flotaban todos los moldes de pastelería, las llandas del horno y la cacharrería antigua que dejaron de tener sentido si no estaban en las manos de su madre. Allí ya no. Habría que tirar muchas cosas y para eso tenían que tener la cabeza fría, iba pensando la hermana menor, siempre la más fría, nada de sentimentalismos tardíos, pero  cuando llegó al fogón donde aun reposaba una vieja marmita, le rondó la imagen de su madre con su delantal prendido al pecho con imperdibles y el bolsillo lleno de tesoros. Y allí estaba también la vieja mecedora donde solía bordar y coser toda la ropa que hasta la mocedad llevaron. Ella que quería mantenerse fría, no pudo controlar las brasas de su corazón y sin que su hermana la viera, cerró un instante los ojos para sentir el arrullo de su madre en el vaivén de esa mecedora desmembrada. No, no había que ser muy sentimental para venir a  deshacerse de esas cosas como si nada hubiera pasado. ¿Qué harían con ella? La mecedora también tendrá arreglo, pensó, sintiendo el peso de los recuerdos en el pecho.
Por la puerta de atrás se salía al corral. En el centro, el glorioso limonero que un día plantara su padre no era más que un viejo cadáver rodeado de cascotes de macetas. En las paredes, los huecos abiertos de lo que fueron jaulas de gallinas y pavos, conejeras desvencijadas y todo un mundo de enredos, aperos de labranza oxidados, artesas, capazos de ladrillo de la última reforma, bicicletas del año mil, mil juguetes rotos. Todo fosilizado con el barro para toda la eternidad. Parecía mentira que allí hubieran celebrado la comunión de las dos y la boda de la pequeña. Con apenas tres tablones para las mesas, cocido con pelotas para todo el mundo y de postre siempre las almojábanas y la tarta de almendra, tíos, primos y vecinos, todos allí metidos y no les faltó de nada. Qué bien lo habían pasado en ese patio y al sentirse sin querer unidas en ese recuerdo, agacharon la cabeza para no mirarse. Porque allí mismo su madre se sentaba a coser con el sol de la tarde y entre cabezada y cabezada, ellas dos corrían detrás de las gallinas, le quitaban los huevos recién puestos y glugluteaban delante de la pava más gorda reservada para la Navidad... Solo en la memoria de las dos podían resucitar esas escenas cotidianas de un pasado donde las dos habían sido felices aunque su terquedad no les permitiera reconocerlo.
Hasta que apareció esa foto entre un amasijo empapado de ropa de ajuar y la hermana mayor calló rendida en los brazos del barro. En ella, su madre la miraba a través de los ojos del tiempo, muy seria y triste porque iba de luto en el día de su boda. Una sombra de cuerpo entero en una pose forzada, apoyaba una mano en un sillón y la otra llevaba un rosario enredado entre los dedos, que luego colgaría sobre su lecho y más tarde en el pecho de su mortaja. Ella les contaba, cómo a su hermano pequeño le había alcanzado un rayo que lo fulminó en vísperas de la boda y al llegar ahí, se secaba los ojos con un pequeño pañuelo bordado que siempre llevaba en el bolsillo del delantal. La foto estaba hecha una gacha y al intentar cogerla por una esquina, se partió por la mitad a la altura de la cintura... Dos trozos de una madre. Dos hermanas.
Y ya no pudo más. La hermana mayor no pudo reprimir más el caudal de un llanto que venía de lejos porque no quería que su hermana la viera así, clavada de rodillas en el barro, tan sola y tan rota como todo lo que había allí, y echando tanto de menos a su otra mitad, pero fue así como la vio cuando vino a buscarla. La hermana pequeña se acercó y cuando la vio intentando en vano unir los dos trozos de la foto,¡ay, madre!, se dejó arrastrar por el inevitable impulso de la sangre. Le puso despacio una mano sobre el hombro que temblaba y la consoló diciendo “todo tendrá arreglo”.
Primero gota a gota y luego a caño vivo, salió el agua de los grifos como un llanto desmedido, y todo el pueblo salió a celebrarlo a golpe de manguera porque había mucho que arreglar y solo con la misma fuerza del agua que los había inundado serían capaces de romper todo el barro acumulado en sus corazones...


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