Aunque la mayoría de mis recuerdos de infancia van casi siempre ligados a buenos momentos, hay uno especialmente sombrío que nunca he olvidado: mi operación de anginas.
Y es que, seguramente mi corta edad y el miedo magnificó una experiencia que recuerdo como una de las peores de mi vida. Hoy, un relato familiar que estoy leyendo me lo ha recordado y voy a compartirlo con todos, ya que me gustaría saber si alguien más lo vivió así.
Por entonces mis visitas a don Rafael, el médico de la familia, eran continuas ya que siempre estaba “malo de la garganta” debido a la fiebre que me causaba la infección de anginas. La solución, hablo de finales de los sesenta, extirparlas. Pero nada de hospitales o ambulatorios, lo hacía un médico (¿o era el practicante?) con una enfermera y operaba un día a la semana en un improvisado quirófano.
En mi recuerdo me veo cogido de la mano de mi madre y llegar al Paseo para, tras subir unas escaleras y acceder a una vivienda particular, entrar a un sombrío cuarto lleno de sábanas donde me esperaba una especie de sillón de barbero, o al menos así lo recuerdo. Tras inmovilizarme por completo con una de las sábanas, sin ninguna explicación ni sensibilidad, me sentaron en el potro de torturas y llegó lo peor: supongo que sin anestesia y con una especie de “pinza o cuchara cortante”, me la fueron introduciendo sin ningún miramiento hasta la garganta arrancándome unas bolas de carne ensangrentadas que iban depositando en un cuenco metálico lleno de más amígdalas y 🩸 sangre, mucha sangre. Estuve rabiando y llorando horas, con mi madre poniéndome una toalla en la boca y diciéndome que no era para tanto.
Sí lo fue.
De todo aquel enorme dolor de garganta, que no me dejaba ni tragar saliva, solo recuerdo una cosa buena: tras la operación lo único que podía tomar eran bebidas 🥤 frías y helados 🍧. Ni siquiera ese privilegio pudo compensar tanto dolor.
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