Hoy es

El progreso, la felicidad del país...

Juan no puede evitar respirar aliviado cuando aparecen los primeros rayos de luz por la ventana, y aunque sabe que nada va a cambiar, que su mujer no mejorará, al menos le queda la esperanza de tenerla un día más.La maligna enfermedad ya había matado a muchos, sin ir más lejos, ayer vio pasar el carro con cuatro mantas camino del cementerio y la resignación ya empezaba a formar parte de su rutina. El médico ya le advirtió que poco se podía hacer y que lo mejor era avisar al cura.
No pasaba una hora sin que los seis toques de la campana “Andrea” avisaran de una nueva salida del Sacerdote para dar la Extremaunción a otro moribundo. Éste salía portando el Viático, acompañado por el Sacristán que llevaba en una mano un candil y en la otra la campanilla que anunciaba el paso de la pequeña procesión. Durante este recorrido la campanilla sonaba ininterrumpidamente y te avisaba de que la muerte andaba cerca.
Las cosas son así.

Toda la noche la había pasado cogido de la mano de María, hablando sin parar, aunque él sabía que ni siquiera le escuchaba.
No importa. Casi cuarenta años juntos dan para mucho.
Para emocionarse y quererse, para criar hijos, para verlos marchar, para verse solos y discutir por todo, pero también para volver a encontrarse…
Ahora, justo ahora que estaban en esa especie de reencuentro, donde los buenos recuerdos podían con los malos, tuvo que aparecer la maldita epidemia y contagiarla.

El reencuentro se debía, en parte, al pequeño milagro que les tocó vivir apenas unos meses atrás y que ya nunca olvidarían. Del Ayuntamiento les avisaron para que fuesen, que era urgente, y los pusieron frente a un extraño aparato con un cable del que, al poco rato, sonó un timbre que les sobresaltó  y conectó con la voz de su hijo mayor que se encontraba a más de cuatrocientos kilómetros.
No podían creerlo.
La emoción de oír llorar al nieto que aún no conocían por aquél primer teléfono del pueblo les llenó de felicidad.
De esto fue de lo que estuvo toda la noche hablando, del progreso, de cómo aquél pequeño aparato les había traído la voz de su hijo, ahora con su propia familia lejos de aquí, lejos de la maldita epidemia que les estaba matando y que, curiosamente, a él no le afectaba.

Le había  tocado vivir unos años de enormes cambios, de progreso, y ahora caía en la cuenta de que siempre los pasó al lado de María y de sus hijos.
De entre todos nunca olvidaría aquél domingo de mayo de 1884.

Desde bien temprano los escasos kilómetros que separaban el pueblo de la nueva estación se convirtieron en un improvisado paseo con la intención de coger un buen sitio para poder ver la llegada, por primera vez, del gran monstruo de hierro.
Juan y María lo hacían cogidos de la mano de su pequeño Manuel que justo cumplía cinco años.
Pasadas las dos de la tarde llegó el ferrocarril a la estación y cruzó los inmensos arcos  con flores del que colgaron un enorme cartel en el que podía leerse: “HAGA EL PROGRESO LA FELICIDAD DEL PAÍS”.
Bajaron autoridades al grito de vivas y aclamaciones al Rey, al Ministro de Fomento señor Cánovas y al Obispo de Orihuela. En apenas diez minutos, todo el séquito fue despedido camino de Torrevieja al compás de la Marcha Real interpretada por nuestra banda, mientras el pequeño Manuel agitaba uno de los miles de banderines que previamente habían repartido.  
Almoradí conseguía así un significativo salto hacia el progreso y aquella nueva gran vía de comunicación con el resto del mundo, por primera vez, colocaba a nuestro pequeño pueblo en los mapas.
Esto permitió que las fábricas de conservas abriesen mercados, que nuestros vinos pudiesen ser exportados y que muchos encontrasen un trabajo que, a pesar de ser muy duro, suponía una salida de la miseria más absoluta.

Juan siempre se sintió un afortunado.
Hasta hace unos meses estuvo trabajando en la fábrica de conservas de los Hermanos Díez, por la salida del camino de Orihuela, y como lo había hecho de encargado de la hojalata pudo ahorrar un dinero y darle estudios a su hijo mayor, su querido Manuel.
Con aquél tren pudo su Manuel viajar muy lejos, estudiar y encontrar un buen trabajo en la capital. Ahora es uno de los responsables del ferrocarril metropolitano que están construyendo en Madrid, el suburbano, y es el padre del nieto que aún no han podido conocer.

Su otro hijo, el pequeño, no siguió los pasos de Manuel. No quiso estudiar y el pueblo se le quedó pequeño hace mucho tiempo, así que no saben nada de él desde hace varios años, demasiados.
Lo primero que recuerda cuando habla de su pequeño es de la emoción  que sintió cuando, siendo un crío, instalaron el primer tendido eléctrico por el pueblo y llegó uno de aquellos cables hasta su casa.
De nuevo el progreso, el bendito progreso.
Todo el día estuvo encendiendo y apagando la bombilla, invitando a todos sus amigos a “ver” el milagro de la luz, sin poder creerse que por aquél cable pudiese circular la corriente ¿Quién y desde donde la traían?
Otro de aquellos emocionantes momentos volvió a repetirse cuando su jefe, el señor Díez, se compró uno de los primeros coches a motor y estuvo montando a todo el que quiso hacerlo en el patio de la fábrica. Juan fue en busca de su pequeño  porque sabía que volvería a aparecer la misma mirada de emoción que tuvo con la llegada de la luz y que volvería a contagiarse de la misma felicidad. Cómo olvidarlo.

Pero ahora está aquí, en la realidad de una situación muy dura.
Es casi mediodía cuando decide soltarse de la fría mano de María.
Hace varias horas que sabe que ya no está con él, así que tiene que tomar la decisión de avisar al cura y buscar alguna manta con la que envolverla.
Cuando todo acabe, cuando pase el maldito octubre, volverá al Ayuntamiento y llamará por teléfono a su Manuel para contarle lo inevitable.
Ya sabe lo que éste le dirá:
lo siento mucho, tenías que haberme llamado el día que murió,  la pobre…”.
El viaje en tren es muy largo y él es una persona muy ocupada, solo faltan unos meses para la inauguración del suburbano, así que no podrá venir y Juan seguirá sin poder conocer a su nieto.
No importa, esperará con la misma paciencia y esperanza de que también regrese su hijo pequeño.  
Seguro que el progreso, LA FELICIDAD DEL PAÍS, creará muy pronto aeroplanos capaces de transportar a familias enteras hasta aquí en muy poco tiempo.
Hace rato que avisó al cura y que sonaron los seis toques de campana.
Está tranquilo. Sólo le queda esperar a escuchar cómo se acerca el continuo tintineo de la campanilla que, finalmente, se detendrá en su puerta…
(María fue una de las innumerables víctimas de la gripe española de 1918.

Muchos tuvieron la suerte de haber pasado una anterior epidemia que les inmunizó)

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