(La atrocidad que relato a continuación es del todo real, ocurrida a escasos kilómetros de aquí, y el
sumario de la causa se guarda en el Archivo Provincial de Alicante, aunque he
decidido cambiar el nombre del parricida y omitir la población. La causa la encontré casualmente al investigar sobre el parricidio de Almoradí)
“Miguel siempre tuvo mala suerte, muy mala suerte.
Con cinco años fue internado por su padre en un
establecimiento de Caridad de Alicante.
Eran otros tiempos, y quizá el hecho de que fuese un niño de “constitución física débil y enfermiza, aquejado de escrofulismo desde sus primeros años y con una capacidad intelectual inferior a la que le correspondía” fuese el motivo que empujó a su padre a encerrarlo.
Eran otros tiempos, y quizá el hecho de que fuese un niño de “constitución física débil y enfermiza, aquejado de escrofulismo desde sus primeros años y con una capacidad intelectual inferior a la que le correspondía” fuese el motivo que empujó a su padre a encerrarlo.
Así que le tocó vivir una infancia alejado de todo y de
todos.
Cuando cumplió los quince años, en 1934, decidió que ya no
quería más caridad, así que saltó una mañana el muro y se escapó corriendo,
dejando atrás el único hogar que había conocido.
Tuvo que malvivir por las calles de Alicante, trabajando en
lo que le salía, y así, llegó la guerra civil, los bombardeos y el hambre…
Fue el hambre de la posguerra el que le empujó a volver a
casa de su padre, aunque sería mas justo decir que volvió a la habitación que
éste tenía en aquel barrio.
Un humilde y pequeño cuarto de catorce metros cuadrados, con
una ventana, una mesa y dos somieres…sin patio, sin nada. Demasiado pequeño
para compartirlo también con su hermana y con un novio que la rondaba desde
hacía tiempo.
Allí las discusiones eran continuas, era demasiado el rencor
acumulado hacia su padre, y demasiado pequeño el cuarto para cuatro personas.
Así que una noche de
Fue más fácil y rápido de lo que se imaginaban, casi sin
pensar, mientras uno lo cogía con fuerza por la espalda y le sujetaba los
brazos, el otro le descargó sobre el cráneo una lluvia de mazazos con un
martillo de madera de los usados por los carpinteros.
Aún así la víctima no estaba muerta, se movía y lamentaba,
tuvo Miguel que coger un pañuelo y metérselo en la boca para acabar rematándolo
con varios golpes de hacha. ç
Había que asegurarse que estaba bien muerto, así que su hermana, que hasta entonces había permanecido al margen y vigilante en la puerta, entró y quitándole el arma a su hermano, le asestó dos hachazos más.
Miguel, cegado por el vértigo de matar, cogió un cuchillo y se lo clavó en el cuello, cabeza y cara…Hasta que dejó de moverse.
Había que asegurarse que estaba bien muerto, así que su hermana, que hasta entonces había permanecido al margen y vigilante en la puerta, entró y quitándole el arma a su hermano, le asestó dos hachazos más.
Miguel, cegado por el vértigo de matar, cogió un cuchillo y se lo clavó en el cuello, cabeza y cara…Hasta que dejó de moverse.
Lo desnudaron, llevaba 75 pesetas en los bolsillos, le ataron los pies y le cubrieron la cabeza con un saco. Fue tan rápido, tan fuerte el impulso de matarlo, que ni siquiera pensaron qué hacer con el cuerpo, así que, durante tres horas estuvieron cavando un agujero debajo de uno de los somieres y allí lo enterraron.
Sólo quedaba extrañarlo ante los vecinos, echarlo de menos, hacer creer que se había marchado…
Pero los días pasaban y algo empezaba a oler mal en aquél
pequeño cuarto. Eran apenas catorce metros y seguramente lo habían enterrado
con poca profundidad, así que tuvieron que exhumarlo y sacarlo de madrugada
para volver a enterrarlo en un nuevo agujero, ésta vez en el monte, cerca del Barranco.
Pero el Miguel no podía callárselo, tenía que contarle a
alguien la “hazaña” cometida, así que poco tiempo después se lo dijo a un
amigo, al que amenazó con matarlo si lo contaba, y a éste le faltó tiempo para hacerlo.
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