IMPRESCINDIBLE HABER LEÍDO LA PRIMERA aquí
Para el “Pichas” no resultó
muy complicado volver a su antigua vida en la barraca de Algorfa con su madre y
sus muchos hermanos, seis, y eso que otros tres no habían salido adelante, pero
para el “agüelo” fue muy difícil, realmente difícil.
Una vez instalados tuvieron
que hacer equilibrios para meterse en el altillo donde colocaron un colchón de
perfollas de panizo y donde, cada noche, había que ayudar al anciano para que
pudiese subir.
En amanecer era el primero
que se levantaba sin hacer ruido, la bajada era más fácil, salía a la “porchá”
donde se sentaba hasta que el lechero pasaba y le dejaba los tres litros del
día.
Una vez desayunado,
desaparecía hasta la hora de comer.
Cuando todos se levantaban
el “agüelo” ya no estaba. Así ocurría desde que se instaló con su hija, la
mayor, y así tenía que haber seguido aquella rutina, pero el “pichas” conocía a
su abuelo y sabía que no duraría mucho tiempo, que su vida se había acabado el
día que su mujer, la “Tata”, le dejó y condenó al destierro de la finca que él
siempre había querido como propia.
Por las tardes, después de la siesta, solía sentarse en la porchá, en
una de las viejas sillas comprada en Bullas que se trajo de la finca, no la de
las nanas que se quedó el señorito Lorenzo, y allí pasaba las horas hasta que
su hija le llamaba a cenar. Su expresión sólo cambiaba cuando algún crío del
vecindario se interesaba por la casa del Marqués, y le preguntaba si era verdad que tenía tantas ventanas y era
tan grande… Podía entonces volver a recordar todo lo pasado, los viñedos, los
animales, el río, la felicidad…
Así que al “pichas” no le extrañó cuando el “agüelo” no apareció un
día a la hora de la comida.
Simplemente se le echó de menos.
Su hija le dejó apartado el
plato de arroz negro, pero pasada la hora de la siesta empezaron a creer que
podía haberle pasado algo.
Primero fueron hasta la finca de los Marqueses, preguntaron a los
nuevos caseros, pero por allí no había estado. Un día, dos, tres…
Era demasiado mayor para que las autoridades se interesaran seriamente
por su desaparición, y solo al cuarto día llegó una pareja de la Guardia Civil para
avisar que por la presa de Formentera se había encontrado un cuerpo que
respondía a los datos aportados en la denuncia.
Le tocó al “pichas”, pobre crío, acompañarlos con su paso renqueante
hasta el cementerio de Almoradí, y allí, tapado con una manta encima de una
mesa, tuvo que reconocer que sí era su abuelo, que debió caerse al agua y
ahogarse.
Ya le advirtió el médico que su cara no sería la misma, ya habían
pasado varios días, pero la ropa, el blusón negro y el pantalón de rayas sí
correspondían a lo que cada día se ponía.
El “agüelo”, a pesar de los años, sabía moverse por el río, no podía
haberse caído al agua, pero bueno, de que servía ahora calentarse la cabeza con
lo que le podía o no haber pasado.
Durante un tiempo vivió con la pesadilla del desfigurado rostro de su
abuelo, entremezclada con los recuerdos del doloroso episodio del carro que le
pisó y dejó lisiado de una pierna para siempre, pero también aquello acabó por
desaparecer y volvió a dormir, ahora sin la estrechez por compartir el
colchón con el abuelo.
Tomó la misma costumbre de bajarse hasta el río y andar con su paso
renqueante por la mota, cazando fochas, pero sobre todo, bajaba porque allí estaba la casa del Marqués y
podía esconderse entre los cañares y
espiar, volviendo a recordar aquellos largos veranos con su amigo, su gran
amigo, Lorenzo.
Pero los años pasaban y había que comer. En muy pocas ocasiones se
acordaban del lisiado “pichas” y lo
buscaban con su carro para limpiar
de cañas
el río o para ayudar a los “gramaores” en la finca del Marqués. Solía
esperar en la orilla del camino y una vez cargadas las garbas llevaba el cáñamo
hasta la balsa.
Aquél era un día especial en casa de los Marqueses. Debían celebrar
algo importante porque había visto entrar varios coches a motor, los primeros que
se veían por allí, y además sonaba desde la lejanía una agradable música.
Cuando el “pichas” tenía el carro lleno, dispuesto para hacer el último viaje
de la jornada, vio salir un coche, un flamante “Maxwell”.
Le costó reconocer a su amigo Lorenzo al volante del vehículo, pero
sin ninguna dura era él.
Una gran emoción le llevó a levantar el brazo, a modo de saludo,
pero el conductor, ensimismado en quien
sabe que recuerdos, ni siquiera se percató de que hubiese alguien en el carro
lleno de cáñamo aparcado a un lado del camino.
Tuvo la misma sensación de tristeza que aquel lejano día de la
despedida, cuando Lorenzo solo se dirigió al “agüelo” para pedirle que bajara
del carro la silla con la que su abuela le dormía.
Y fue entonces cuando se dio cuenta de quién era, de lo que realmente
era, de porqué, por mucha hambre que tuviese, siempre le ponían el plato en
segundo lugar.
Y es que su “tata”, su adorada “tata” le dormía marcando el compás con un suave “golpecico” en el
“culico”, solo cuando ya el señorito Lorenzo había conseguido dormirse.
“¡Ea, ea, ay, que gallina tan fea,ea,ea, y como se sube al palo, alo, alo, y como se zarandea!...Ea, ea… “
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