RELATO PUBLICADO EN EL LIBRO "SUCESOS DE ALMORADI"
(Inprescindible haber leido la primera parte)Fueron unas semanas.
No sé a ciencia cierta cuantas, pero tampoco tiene la mayor importancia. Ya no podía sentarme debajo de la morera sin quitarme de la cabeza que él estaba allí enterrado. Los recuerdos aparecían.
Volvía a verme de niño, arrancando las hojas para mis gusanos de seda, ayudando a mi padre a podarla, contando en su tronco hasta veinte mientras mis hermanas se escondían…
Tenía que contárselo a alguien.
Decidí hablar con mis hermanas, y ellas fueron las que me dijeron que teníamos que hacer algo, que seguro que su familia querría saberlo.
No sé…el caso es que una tarde me presenté en la Sede de la música en Callosa y pregunté si alguien podía darme alguna pista. Tenía su nombre completo y fecha de nacimiento así que no resultó muy difícil conseguir un nombre y una dirección; Carmen “la Sota”, su única hermana, seguía viviendo en la huerta.
No pude meterme con el coche por el camino que llevaba hasta una casa tan vieja como la de mis padres. No parecía que allí viviese nadie, pero al llamar con un “buenos días” una vieja mujer enlutada apareció contestando desde un lateral de la casa donde, a modo de pequeño parterre, cuidaba de unas pocas flores.
Empecé contándole que mi madre había sido novia de su hermano Juan, y que se conocieron en la Feria de Almoradí. Una vez ganada su confianza, entramos a su cocina y nos sentamos en una vieja mesa camilla. No podía parar de hablar, y a pesar de que creía que me costaría contarle la verdad, lo cierto es que, como un gran desahogo, se la conté.
Sólo acertó a llorar, a decirme que su madre lo estuvo esperando durante años. Acompañaba su llanto con un lamento; “Mi Juanín, mi pobre Juanín…”
También en su casa habían recibido una carta diciéndole que lo habían liberado y que muy pronto volvería desde Francia.
Carmen apenas se acordaba de él, tenía diez años cuando se fue a la guerra, y ni siquiera conservaba una fotografía, entonces no era como ahora. Tampoco había conocido a su padre, muerto en la guerra de África unos meses antes de que ella naciera. Siempre estuvo a solas con su madre, soltera y sola. Los novios que se “acercaban” nunca acababan de gustarle. Seguro que cuando su Juanín volviese todo se arreglaría. Pero no volvió, y la espera empezó a convertirse, en cierto modo, en odio. Muchos de los liberados de los campos alemanes prefirieron quedarse en Francia, aquí les esperaban los vencedores, y en muchos casos, la venganza. Vio envejecer a su madre lamentándose de que no volviera su hijo, y ella, cargando con el trabajo de la huerta y los animales…Sí, sin duda, su hermano era el culpable de que a ella acabaran conociéndola por “La Sota”.
Le enseñé la fotografía del Paseo, cogido de la mano de mi madre y me pidió que la llevase donde estaba enterrado.
Decidimos que lo mejor era buscar sus restos y darle sepultura junto a sus padres, así que una excavadora estuvo todo un día buscando, pero nada apareció. Habían pasado sesenta años, pero algún resto debía quedar.
Arranqué hasta la morera, pero nada.
¿Dónde estaba?
Mi obsesión por saber que había pasado me llevó a buscar entre todas las cosas que, en una bolsa de basura, me habían dado en la residencia tras la muerte de mi padre. Una carpeta azul con gomas escondía casi toda su vida resumida en recuerdos de papel. Una foto en la que estábamos toda la familia, una vieja cartilla militar, hasta una tarjeta de racionamiento. Había vivido ochenta y seis años y todo estaba en aquella bolsa de basura, a modo de maleta, sin ningún valor.
Recuerdo que, al poco de morir mamá, le compré por Navidad un libro que se había escrito sobre el habla de la comarca. Le gustaba leerlo, y reconocerse en muchas de las palabras y dichos que él siempre utilizaba. Ese año siempre lo llevaba encima y le gustaba bromear, entonces tenia aún la cabeza y las piernas “buenas”, y siempre tenía la frase pensada.
Ahora, era yo el que lo tenía lo tenía entre mis manos, y al pasar las hojas, buscando frases que él tenía subrayadas, me encontré con una palabra que me llamó la atención; “Sota”: mujer no muy agraciada, antipática y de mal carácter.
Encontré una cuartilla doblada y escrita por los dos lados entre las páginas de aquél libro.
“Ahora que te lo he contado han vuelto a aparecer mis pesadillas, y como te conozco, sé que empiezan las tuyas. No te lo conté todo. Me faltó decirte que a partir de aquél día no pude dormir, que ver a tu madre sentada bajo la morera llorando cada día del resto de su vida, con aquella maldita carta, no podía soportarlo.
La noche que estuvisteis velándola en casa, acuérdate que me preguntasteis donde me había metido, estuve en la huerta, pero cavando para sacarlo. Ellos debían estar juntos, se lo debía a “mi Remedios”. Aunque nunca me lo pidió, yo sabía que es lo que ella quería. Metí lo que quedaba de él en un saco y lo enterré al día siguiente en el nicho con ella. Fue fácil, el yeso aun estaba tierno cuando me colé en el cementerio por la noche.
Mi remordimiento se apagó por fin, hasta que hoy te lo he contado.
Como te dije esta mañana, ahora ya poco me importa. Será fácil hacer creer que mi cabeza no está “buena”, siempre lo he hecho cuando me ha interesado. Sólo quiero quedarme en un rincón y esperar, no quiero que me perdones, ni siquiera que lo puedas comprender. Las cosas son así y no puedo arrepentirme, porque lo volvería a hacer.”
Fui a por Carmen a su casa y la acompañé al cementerio.
El pequeño jarrón que mis hermanas suelen arreglar con flores de plástico por “Todos los Santos” sirvió para que ella depositara, por ésta vez, unas naturales de su pequeño parterre.
Le propuse exhumar la tumba pero ella, como yo, pensamos que estaba donde debía estar.
Algunas semanas después quise saber de ella, de su soledad, pero encontré la casa cerrada y el pequeño parterre abandonado.
A “La Sota” la habían enterrado unos días antes. El panadero fue el que avisó porque el pan se quedó varios días sin recoger en la entrada del camino, donde siempre le colgaba una pequeña barra, suficiente para una persona sola.
Soy una persona a la que le cuesta expresar sus sentimientos. No solté una lágrima cuando murió mi madre, ni tampoco lo hice con mi padre. Pero ahora, aquí en la vieja casa, cerca de El Saladar, y ya sin morera, me encuentro llorando como un niño por Carmen, “La Sota”, mujer no muy agraciada, antipática y de mal carácter…
Imprimir artículo
No hay comentarios :
Publicar un comentario
Si te pareció interesante, no olvides comentarlo y compartirlo en tus Redes Sociales. Gracias.