Hoy es

"EL VIEJO", un relato de Conchi López



Con la misma atracción que sufren los amores fatales, volvía a caer el sol, fundido y en picado en los brazos de la Sierra de Callosa. Cada día y siempre. De la misma manera se dejaba caer el viejo en bicicleta hasta su huerta, perdida en un laberinto de veredas y azahares sobre el encaje de las faldas de esa sierra. Y caerá fundido y en picado también por esa atracción, llevando un relieve de azadas labrado en el lienzo de sus manos y arrastrando a sus espaldas el nombre de todos los viejos venideros. Desde el corazón de su huerta, partían redes de veredas atravesando Moñino, Gomares, Mayayo, Saladares...y seguían desangrándose hasta un más allá desconocido para él, más allá de la sierra que le orientaba y hasta de la línea del tiempo. Eran y son como venas hinchadas cruzando pastizales y vergeles, bañadas de sol y de rio, y pintadas de poesía, aquí y allá, con el pincel de las palmeras. Pero el viejo no ha oído hablar por allí de un tal Miró, Sequeros o de Hernández y menos sabe de poesías, es viejo de pocas letras y nadie le suena sin el mote. Sin embargo, entre veredas como esa pajarearon sus almas colmeneras. 

Pues por ese allí de un ayer, iba avanzando el viejo a trompicones, espantando saltamontes y esquivando los chinarros del camino, hasta que las ruedas de la bici se le quedan sin viento y al viejo le falta hasta el mismo aliento. “Otra vez este dolor de ijá que me va a dejar frito”. 
Descabalga de su vieja montura y llega caminando, casi sin resuello, hasta la vereda que da entrada a sus naranjos. Es la hora de la postura de sol, cuando su luz prende fuego a las nubes arreboladas y se alargan, a cada paso, las sombras de la espalda en todos los caminos. Es esa hora inefable en la que el cielo se desnuda de azules y se viste de gala con las gasas nocturnas, pasando de los anaranjados gajos del atardecer al terciopelo de los higos en la noche. No, a estas alturas de su vida, no era el viejo de sentir tanta floritura, pero esos algodones derretirían hasta el alma más dura, aunque nunca lo diga. No en vano, millones de huellas colonizadoras, romanas, moras y cristianas, latían aún bajo esta tierra, millones de veces labrada, plantada y regada y ese derroche de colores había estado siempre ahí, burlando con su belleza la ignorancia de los tiempos. Había visto 72 años de atardeceres, sí, pero no tenía palabras para describirlos; se ha hecho de noche, igual que se hace de día, ya está, lo que está al raso, se cobija, hora de parar el tajo y descansar, sin más poesía que la costumbre. 

Ya en mitad de la vereda siente el primer pinchazo en el pecho que solo los pájaros verían y otro último lo haría caer más tarde como cae la simiente en una huerta milenaria. Ella, acostumbrada a engendrar vida, lo arrullará con el ganchillo de todos los verdes del mundo...pero eso llegará después. Porque ésta es la noche prometida, sus árboles llevan casi un mes esperando la tanda, sin lluvia alguna, sin piedad de ese sol tan admirado en pinturas y poemas, como inclemente sobre la huerta, capaz de hacer estallar los azahares en primavera y cuartear la tierra en verano, esel mismo que luce su inocente sonrisa en todas las esquinitas de los dibujos infantiles. Poco antes de salir, el viejo se muda el chaleco por su ato de regar; el pantalón arremangao, el nudo en la blusa y los apargates de esparto. Lleva la frente en dos tonos de sol por la sombra de un sombrero y la navaja de injertar de su padre, siempre en el nido de su bolsillo. 

Con la calma de lo viejo, la vieja le prepara el candil y luego dejará sobre la mesa, en su sitio presidencial, un sobrante de camarrojas y una jarra de vino, porque “siempre viene desmayao”. 
Desde que le dio el dolor, la vieja no le quita ojo, no se fía de que este viejo cabezota se vaya solo y la deje sola, desinflándose entre hondos suspiros. “Lleva cuidaico”, le había dicho al salir, cuando lo ve tambalearse al montar en esa bicicleta toda enrobinada y con la azada al portaequipaje. 
Y allí se queda esperando. 
Si de un retrato se tratara, aparecería entre la turbia sepia, la figura oscura de una vieja bajo un porche emparrado, con una mano de visera y otra en la cadera y con la sola compañía del luto de la soga, cuajada de moscas y mondas secas de naranja. 
Y seguirá allí hasta que deje de oír el chirrido quejumbroso de cada pedalada, lo verá alejarse envuelto con la polsaguera del camino y así seguirá viéndolo siempre, difuminado en la sepia de todos los retratos. “Un día de estos se me esnucla de un patacaso, ¡ayy, Señor! Y con este hondo suspiro, pasa de su corazón a sus asuntos, con tanta vocación poética como le dieron la bastedad de los araos. Es cierto que ha tenido que parar, que llega aventao, acarreando la bici hasta el huerto, que la aparca apoyado en la misma palmera donde la encontrarán mañana, pero el viejo llega donde tenía que llegar. Se echa mano con pesambre al pecho, no al corazón, no todavía, sino al bolsillo izquierdo de la blusa, en el hueco que dejó el tabaco de liar, hace un año ya- ahora solo lleva allí la regalicia-. Menea la cabeza pesaroso, en un gesto muy suyo, y acude a levantar el tablacho que ya le pesa como una lápida. 

Con el corazón arrebatado, se sienta en su costón a descansar, un terraplén elevado en el que lleva sentándose toda su vida y antes que él, su padre y, todos los padres que hicieron de esa era un bancal. Y se siente en ese terruño como un dios sentado en el trono que contempla el ocaso de su propia creación. Porque este viejo cabezota se resiste al progreso y se empeña en no dejar perder su huerta, esos árboles los plantó su padre y aunque ya no sean rentables y ya no pueda con su alma, para lo que le queda, se los queda. Tiene a la derecha una higuera amiga cuyas raíces han reventado el escorredor, por más que las corte, nuevos vástagos se empeñan en redrojar, profanando toda piedra por sobrevivir. La higuera, que olvida pronto los golpes de la poda, le extiende sus ramas colmadas de hojas de cinco dedos, espléndidas como el abrazo de una madre.” Este año has pario los higos entreveraos”, le dice el viejo, cogiéndole uno.” Ya lo sé, viejo, es que he perdido la noción del tiempo”, le diría la áspera hoja al oído, dejando que una huella de leche desprendida del higo se le quede pegajosa entre los dedos...Cabezota la higuera, cabezotas las raíces persistentes, que, como el olor de las naranjas, no dejan que se nos olvide fácilmente de las manos. 
De manera refleja, mira a la arqueta que tiene al otro lado, de niño había lanzado piedras a los sapos que había allí, donde ahora solo se revuelca la hojarasca entre la seda de las telarañas. Su padre lo llevaba muchas noches a regar, era toda una aventura ir alumbrando con el candil a cada paso que daba, estrujar los tolmos, chupar el jugo de las naranjas sanguinas, hacer monigotes con el barro...Sí, allí mismo, junto a la arqueta, en este costón de la higuera. 
Cuando el camino se llenaba de carros que venían a recoger la cosecha, muchos frutos estaban en el suelo y servían para guerrillas cítricas, correteando entre las luces del huerto. Y por allí andaba el padre soltando estufios, por la misma razón de verlos así, caídos en el suelo. “Sí, aquí mismo”, se dice, lanzando la mirada al huerto alfombrado por hierbas de gallina, rabanizas, agrillos...y recuerdos. Sabe que todo termina cayendo y el viejo también caerá pronto, tal vez en unos minutos, pero ya está visto que todo lo caído en el vientre de esta huerta cabezota, será parido de nuevo y con más fuerza. Se pasa el brazo por la cara, en otro gesto muy suyo, como queriendo pasar una página o porque le escuecen los ojos. Será de la felpa que suelta la hoja de la higuera o se le habrá metido un puñetero marful, pero no llora, no. Aún no. 
Por si las moscas, lleva siempre un pañuelo en el bolsillo para borrar todo rastro de sudor o flojera, el viejo es un hombre seco y rudo como su padre era, capaz de sobrevivir a las penurias solo con las manos, sin sentimentalismos ni poesías, pero, ¡ay, cómo lo iban traicionado los años! A menudo se le empañaban los ojos y luego ese ijonazo en el pecho que lo mismo iba que venía. Se saca el gurruño de trapo, no vaya nadie a pensar que le dolía algo o peor aún, que fueran lágrimas de verdad. Para disimular, se suena fuerte la nariz, tanto que espanta a los pájaros y, al guardar el pañuelo, nota el tacto de la navaja...y ahora sí, el viejo está llorando. Es justo que se sepa, aunque él no lo reconozca y dirá siempre que llorar es de mujeres y que solo lo hizo tres veces en su vida; por la muerte de su padre, por la guerra y por su última riada, la del 46, y en todas, por sentir que perdía todo lo que tenía. No le gustaría saber que aún lloraría una vez más. Pero volvamos al costón. 
Antes podía fumarse un paquete entero allí, tomando cabos de cuerda en la soledad de su huerta; si tendrá buena cosecha, si la venderá bien, si la cobrará, que si el precio de las naranjas, y el tiempo entre tanda y tanda, siempre con un ojo al agua que caía del cielo y a la que venía del rio, el agua, siempre el agua ... ¿Qué sería de su bancal cuando ya nadie cavie en el costón? Le debía tanto...tanto. Mañana el sol saldrá sin él y serán otros los que lo vean, con poesía o sin ella, porque para él la huerta corría de tanda en tanda por las venas como una herencia inmortal. 
El curso de esa sangre huertana se había tenido que extraviar por alguna arteria en la sangre de sus hijos, un macho y una hembra, como decía él, porque habían perdido la ilusión. El hijo heredero marchó un año a la vendimia francesa y allí se afincó, “la huerta es una ruina, padre”, le dice cada vez que viene,” que arranque los árboles, que labre el bancal”, dice, o que lo venda, que aquí el futuro son los servicios, las conservas y la construcción... Después del amor, la tierra, después de la tierra...nada”, eso decían, por lo bajini, los versos de Miguel que el viejo nunca leyó.” Arrea ca'Dios ande t'as ido, que lo que tenga que ser, será”, fue el afarraso que le espolsó el viejo. Queda dicho que era viejo de pocas palabras, pero se le entendía a la primera.

 Quebraderos de cabeza que tenía por huertano y por viejo, que para una vida ya le eran suficientes. La muerte lo libraría de ver cómo su rio Segura, que tanta vida le daba a su huerta, la enterraba en sus lodos una vez más en el 87. Salvaje y ruiso, el rio “lobón”-así lo llamaba el poeta-, se escaparía por el camino ya aprendido, derribando todas las barreras humanas y volviendo después de su aventura como una balsica de aceite, al remanso de su playa. Pero eso ya les tocaría llorarlo a otros. A través de un televisor en blanco y negro y desde un pueblo francés, allá c'a Dios, el hijo del viejo, ya casi viejo también, distingue las copas de los naranjos y de los limoneros como los lunares de su piel. Y hasta allá debió viajar el zumbido de alarma de las abejas en los azahares que, removiendo un llanto, que antes fue de su padre, lo haría después, volver a su tierra y a su huerta. Al volver, encontraría que la industria florecía, que la huerta se había urbanizado, que todo había cambiado, pero estos hijos se resistieron al empuje de vender y dividieron en parcelas. Arrancarían las cepas de los árboles y sus raíces, patas arriba clamando al cielo, dejarían en el suelo profundos agujeros. 
Volverían a empezar; patatas, habas y alcachofas...taparían todas las heridas viejas. Y ese run-run de los tractores en la huerta hubo de remover también las cenizas en la tumba de los viejos: “Te lo estoy dijendo, vieja, que este tié que volver, la cabra tira al monte”. Una pena que allí nadie vivo pudiera escucharlo y otra más grande, no ver a la vieja acariciando, con hondos suspiros de polvo, su cabezota calavera, ahora sí, sin más pena, descansando en paz. Y es que el curso de los ríos, como el de las vidas, es igual de tormentoso, se puede torcer, manipular con supuesta libertad, pero indefectiblemente, más tarde o más temprano, todo curso descarriado termina cansado y viejo, regresando a su caudal. Pero todo esto ocurriría en un mañana sin el viejo que hoy cavila en su costón. 

Ahí está, esperando a que ruja la vida por el reguerón. No hay sonido mejor en el silencio de esta noche de tanda. Cierra los ojos, viejo, escucha la corriente del agua empujando las paredes sarracenas, cómo se acerca resoplando y burbujea. Así, sin saber nada de poesía, este viejo asiste al mayor idilio posible y por haber entre la tierra y el agua. Ella espera su perfume de humedades y lo recibirá ansiosa con las raíces de par en par, absorbiendo la sustancia con la sed de un moribundo. Él penetrará despacio en sus entrañas cavernosas, borrando los caminos de plata de los caracoles vivos y colándose por las espirales vacías de los muertos, acariciando cadáveres y órganos con su alimento que volverán mañana a retoñar de nuevo... ¡Ay, viejo, cuánta belleza para tan pocos ojos! 

Porque el viejo en su costón tampoco ve todo eso, solo ve el agua desparramarse entre los márgenes, el correteo de algún conejo y más allá, una familia de perdices desahuciadas, y solo lamenta no haber traído la escopeta. Es el agua poca cosa y la tierra, una señora exigente que mañana volverá a lanzar sus quejidos secos a cada pisada, pero esta noche de tanda no hay amor más grande que los una y, aunque no tenga una miaja de romántico, el viejo será el padrino de este casamiento. El convite le recuerda un buen trago de vino y un pincho de camarrojas que, en llegar a casa, le esperan en un plato tapado con otro y que nadie tocará. Avanza la tanda al ritmo de los vapores fértiles de la tierra mojada. Amenizando la velada, un cansino grillo que se oye cerca pero está lejos, o al contrario, y que no ha cambiado ni una sola sílaba, cri-cri-cri, desde la primera glaciación. ¿Qué tratarán de decir con tanta insistencia? 
El viejo no la puede ver, pero, por algún lado,cerca o lejos, una hembra balancea su negro cuerpo al son de esa melodía irresistible y pronto caerá rendida a sus patas. Al mismo ritmo, se arranca la chicharra, con la potencia de una central eléctrica, aun sin inventar. Estos bichos de la siesta habían perdido también la noción del tiempo y ni de noche ya se callan. A falta de un simple transistor, el viejo se sumerge sin querer en esas nimiedades cotidianas, que no son sino otras batallas por amor, tal vez todas lo sean... Media noche en la huerta y media luna tiembla en el espejo del bancal, las estrellas a la mano. Hay un silencio de lo humano, hay un perro que siempre ladra y un rastrojo que cruje cercano. Se puede escuchar el latir del mundo allí, un trajín de agua, de tierra y de sangre, bum-bum, bum-bum, un burbujeo vital. El viejo se agarra el pecho, sí, esta vez al corazón, bum...bum. Este último pinchazo pone fin a su tanda. Las aguas muertas plantan sus pies en el barro en una mortaja de espumas, pareciera que susurran. Un aire de arriba ha erizado las copas de los árboles y va espirando hasta lo más hondo, chsssss...y pareciera que suspiran. Ya sí, ha caído el viejo de bruces en el huerto, y un hombre con la frente de dos tonos, lo llama entre las luces del bancal, con la misma insistencia de los grillos, allí mismo, uno más viejo que él. “¡Ya voy, Padre!”, le contesta el viejo con la voz de niño. El Padre, se pasa un brazo por la cara, menea el cabeza pesaroso y con esos gestos que siempre fueron suyos, se vuelve a aponar sobre la tierra. Está clavando estacas para enderezar los retoños de naranjos recién plantados, esos mismos...Porque así vuelven los viejos de la huerta, como fantasmas. Aquí mismo. Todos tenemos el nuestro... 
Sí, el final es volver a empezar. 
Por esa atracción que sufren los amores fatales, todo es un constante volver. Volverán las aguas vivas de las acequias a morir en los azarbes como hace el sol sobre la sierra una y otra vez, y esta tierra prodigiosa, volverá a temblar y a inundarse con su manso rio. Y una y otra vez, por cualquier cruce de veredas o azahares, volverá un viejo a su huerta, sin saber que, precisamente esa pasión que lo lleva y que lo trae, es ya la más hermosa poesía.

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