Hoy es

LA MEMORIA DE MIS BOTAS, Primer Premio del Certamen Literario Antonio Sequeros


“Se prevén chubascos, que pueden ser localmente fuertes y tormentosos en algunos puntos del
sureste español”, eso ha dicho el hombre del tiempo. La lluvia en nuestra Vega Baja siempre es noticia tanto por su devastadora presencia como por sus dilatadas ausencias y salimos en la tele o en los periódicos, pillándonos siempre con lo puesto. Lo cierto es que hoy llueve y hacía tanto que no veía nada caer del cielo que me quedo inmóvil, mirando por la ventana cómo traquean las gotas en el cristal. La tierra y la piel crujen como el cuero seco después de los cuarenta grados y, sorprendidas, se estremecen ante la repentina humedad. Hoy la lluvia ha despertado del sueño a los árboles que se desperezan, lanzando mil bostezos de hojas y ramas. El maíz incrédulo sube al cielo a tocarlo y los trigos se baten en duelo de espadas; la huerta entera se acicala con perfumes y acuarelas en tonos verdes y marrones,...no todos los días viene a verla su antiguo amor no correspondido.
Persiguiendo gotas con el dedo en el cristal, oigo una vocecita que viene de abajo que pregunta si
tiene botas de agua para el cole. Vaya, es verdad, me digo, de una lluvia a otra me olvido de botas y
paraguas, no sé dónde los dejé...son objetos que se extinguen. La miro y sonrío, ¿por qué te ríes?, me dice ella, por nada hija, por nada. Ella no sabe aún que la lluvia paraliza a los adultos delante de las ventanas y que hay palabras que nos activan el botón de la memoria cada vez con más frecuencia.
Hace algún tiempo yo también quise unas botas de agua. Las que me compraron eran marrones con la suela amarilla y resultaron ser iguales a las que llevaban todos, cosa que también me dio igual. 
Las cosas solían ser iguales, no había indecisión o capricho... en realidad, no había otra cosa. Cuando el día amanecía nulo, yo me ponía mis botas porque la lluvia dejaba charcos que retaban la embestida del sol y que la tierra, agradecida, poco a poco filtraba para ella, no sin antes dejarnos chapotear a los niños. Eran tiempos de paz en los que empezaba a llover “abonico” cuando primero las gotas caían jugando a traquear en las tapias, un chispi-chispi infantil, luego venía el imprevisible chaparrón adolescente que terminaba su vida en la madurez de los charcos... ¡Cuánto de lluvia tenemos!
En la escuela cuando llovía, veíamos por la ventana cómo crecía el charco de la pista de fútbol, y
esperábamos impacientes esa sirena eterna y ese Padrenuestro diario. Cabizbajos y contemplativos en la oración, no hacíamos sino mirar nuestras botas, dispuestos a arriesgarlo todo en la batalla del agua, por los hatos que no se secarían en días, por los resfriados sin Dalsy, y por los berrinches de nuestras madres. Saltábamos en los charcos sin miedo porque aún no sabíamos lo grandes que podían ser, porque nuestro río Segura era, aparentemente seguro y la gota fría era solo eso, agua helada. El miedo al agua vendría después, en aquel noviembre de 1987, cuando de esos tiernos charcos de nuestra infancia vinieron a sacarnos con helicópteros.
La zona del sureste de la península, como así nos llaman por la tele, conserva una memoria del agua digna de novela rosa; un “me has hecho daño pero no me olvides”,”ni contigo ni sin ti” ¿Quién no ha dicho eso alguna vez a alguien que quiere? ¿A quién no le ha perseguido alguna vez una canción?
“Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva, los pajaritos cantan, las nubes se levantan, que sí, que
no, que caiga un chaparrón...”, y la cantamos provocando al agua y a sus malas compañías. Es por eso que en el desván de los trastos viejos conviven una época de charcos, canciones y pegotes de barro, treguas de paz donde las botas de agua se ponían de fiesta junto a noches de tormenta y velas, días de frío y agua en las rodillas, y miedo, mucho miedo a quedarnos solo con las botas puestas, de que nadie pudiera rescatarnos de ese mar marrón con topos verdes, como así nos vimos por la tele.
Mientras eso no ocurría, la salida de la escuela en días de lluvia era una prueba de supervivencia, y
solo cuando llovía a cántaros,- de nuevo palabras en extinción porque ni llueve ni se llenan ya los
cántaros,- mi padre iba a rescatarnos en el coche. Que vinieran los padres a recogernos a la salida de la escuela era extraño, y un lujo si encima lo hacían en coche. Ese lujo a veces se quedó parado en medio de los charcos y hubo que sacarlo a empujones, sin embargo, de esas veces que vino y por las caricas empapadas de los que se quedaban, comprendí que mañana podía ser uno de ellos. De esas veces y de otras, aprendimos también que las botas de agua - que ahora son floreros en los pies-, eran para el agua, las velas, lejos de ser perfumadas, eran para alumbrar, y el pomposo cántaro decorativo, antes era más humilde y nos saciaba la sed. Solo por lo que fueron les debemos un respeto.
Cuando volvía la lluvia a nuestro pueblo tenía el don de paralizar la huerta y las obras en una tensa
espera. La actividad se concentraba en los bares donde, entre nubes de tabaco y fichas de dominó,
solo se hablaba de ella y también en los puentes del río, donde muchos temerosos acudían a ver su
crecida. En el campo era día de coger lisones y caracoles, en la cocina se meneaban las migas y
mientras, en las calles, sucios niños con botas de goma corrían de charco en charco y es que, a poco que corrieran ya se terminaba la calle y llegaba el bancal todo resbaloso y oliendo a recién nacido.
¡Cuántas veces nos habremos enfangado en ellos!... Las rodillas lisiadas y el culo como un ababol
pero sin miedo a las manchas, el no conocer el blanco “Ariel” nos hizo libres y felices, porque aquí de tiempo es sabido que el barro blando sale con agua, el duro, espolsándolo, y las cicatrices en las
rodillas era la prueba de que nos caíamos y rezábamos a la par . Dicen que palos a gusto no duelen,
verdad será porque me caían algunos pero no recuerdo que me doliera nada.
Los tiempos de paz acabaron un día cuando la lluvia vino a quedarse, como un amante traidor,
haciendo olvidar las veces que antes nos había hecho felices y marcando el después en aquel
Noviembre de 1987. Su recuerdo nos dejaría tal surco en la memoria que ni mil lluvias buenas
borrarían aquella tan mala.
Las noches en vela fueron literalmente así, con la vela en la mano esperando a que parase de llover.
No paró pero guardábamos la esperanza de que al amanecer todo volvería a la normalidad por lo que mi madre conectó con su piloto automático sin dejar de andar de un lado a otro; que no me olvidara mañana el paraguas si hay colegio, la oigo decir, que veremos si puede irse a trabajar, que no ha parado en muchas horas, que no salte en los charcos, que me venga directa a la casa, ¡ah!, y que no perdiera la llave - la llave, que era de puro hierro, larga y oxidada como la de los castillos templarios, que rompía losetas cuando se caía al suelo - , no, solo teníamos una y no se perdió nunca. 
No sabíamos que la noche sería demasiado larga y que por la mañana el paisaje sería muy diferente. Yo solo quería que rebuscara entre los zapatos y ropas de otras temporadas, mis botas de agua.
Curiosamente, siempre fueron las mismas y siempre me dio igual; o me las compraron grandes o
crecieron conmigo.
En la mesa de la cocina se dispuso el arsenal típico de las tormentas, todas las velas de procesiones y candelarias, la linterna larga y amarilla de regar, el transistor y pilas de repuesto porque la primera en irse era la luz. Un relámpago nos alumbró las caras, ya se ha ido la luz, dijo mi madre, con la palmatoria preparada en la mano. ¿Dónde?, pensé yo, porque las sombras fantasmales en las paredes me daban miedo aunque temblaban igual que yo. Antes del amanecer, todo el ritual de ollas y barreños para las goteras, la lucha para que el agua se colara por el sumidero y ese haz de luz de la linterna enfocando por donde nos entraba el agua, me cambió la escala de los miedos y eso que aun no había visto nada. La luz ya no volvió y mi inocencia ante la lluvia tampoco. En la noche de la riada, todos dimos un buen estirón a base de padrenuestros y avemarías. Cuando amaneció, la realidad nos golpeó los ojos ya inundados de lágrimas, pero seguía lloviendo, nadie se quedó paralizado viéndola caer, tocaba rescatar objetos, animales y personas, tocaba ponerse las botas y hacer historia.
Sí, tal vez solo sean recuerdos de una infancia; nada importante, tal vez todo lo que somos. Qué le
voy a hacer si la lluvia me trae olor a vela y humedad, me trae los saltos en los charcos, me trae las
botas, las canciones, viejos fantasmas traqueando, gota a gota, no nos olvides, dicen aquellas velas
de las noches de tormenta, cómo os vamos a olvidar, dicen todas las que ya he soplado.
Los hombres del campo guiñan recelosos los ojos y con una precisión científica, predicen que cuando se ajunte esa nube con aquella, tendremos agua, que falta hace, Dios lo quiera. Empieza a tronar y la Sierra de Callosa ya se ha puesto el velo de novia, veremos lo que cae, dicen mientras van a vigilar los tablachos, acordándose de Santa Bárbara, de su prima la de la cueva, de los paraguas y botas de agua, “ande estarán”, no sea que salgamos por la tele y nos pille con lo puesto, Dios no lo quiera.
Ya no huele la lluvia como antes, su olor a óxido me recuerda al hierro de mi antigua llave y va
dejando tras de sí un rastro de tierra de otros desiertos. Ya no llueve como antes, el granizo y la piedra nos amenazan, no hay cabañuelas y el mar está muy caliente, en términos científicos, la lluvia aquí nos tiene manía, sabemos que es ligera de cascos y tiene otros amores por el Norte donde pasa casi todo el tiempo, dejando a nuestra tierra seca y celosa, pero deseando que vuelva a dejar sus migajas, cuando se aburra de esos fríos brazos. Por eso vuelve la lluvia con sus flechas de plata a clavarse en la tierra seca de los huertos, ya heridos de muerte, y volverá porque aquí sabe que nos arranca llanto y alegría, historia y poesía y volverá torrencial y fría, efímera y sucia, sin mojar nada, pero aquellas lluvias mansas que nos empapaban el corazón, esas que disfrutaron mis botas, como las eternas golondrinas de Bécquer, esas ya no volverán.
No hija, no tienes botas de agua porque hace tiempo que no hay charcos, le digo a mi vocecita, ella
dice que quiere unas botas de agua, posiblemente con la misma bendita ingenuidad que tuve yo un
día, pero ella es más persuasiva; los brazos en jarras y movimiento de pie incluido, las quiere de color de rosa, iguales a las que llevan todas sus amigas... Por muchas vueltas que haya dado la vida, la lluvia trae a la infancia las mismas ilusiones y a los adultos, las mismas inquietudes. Sí, porque nuestra lluvia hizo historia, nos situó en el mapa de isobaras, nos enseñó palabras como chubasco, borrasca y gota fría, también el valor de otras en extinción, aprendimos a la fuerza que no es fiel ni de fiar, y nos hizo rezar para que se vaya o para que se quede, y aún nos hace mirar al cielo, odiándola o deseándola como si fuera una verdadera historia... una vieja historia de amor.
Y de nuevo, salimos por la tele; “Después de vivir la peor sequía que se recuerda en la Vega Baja, la
lluvia ha vuelto acompañada de pedrisco en algunos puntos de la comarca que ha destrozado el 60% de los cítricos, sin embargo, su llegada temprana ha garantizado una buena cosecha de alcachofa...”
Qué poderoso influjo ejerce sobre nosotros que, aunque no llueva a gusto de todos, a todos nos
paraliza delante de las ventanas...

Relato de Conchi López Belmonte, ganadora del Certamen Literario Antonio Sequeros 2014, autora también de LO INVISIBLE.




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