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Hoy es
El pequeño Tomás
Aquél no iba a ser un día más en la vida de Tomás.
Su hermano Francisco, por fin, volvía a casa a pasar un largo fin de semana. En el seminario de San Miguel apenas le dejaban salir por lo que el reencuentro con su hermano mayor, al que no había visto desde Navidad, era todo un acontecimiento para él, y quizá por eso, no había podido dormir “a pierna suelta”.
Las campanadas del reloj de la cercana Iglesia acababan de marcar las siete de la mañana, y aunque era sábado y por lo tanto no tenía clase con don Manuel Pascual, se sentía incapaz de seguir durmiendo. Sólo le quedaba el compromiso de la tarde, repetir el catecismo y la doctrina para terminar rezando el rosario, pero hasta entonces, era completamente libre.
De todas formas, le habría despertado el continuo trasiego de los vendedores con sus carros y animales que desde el amanecer venían instalando sus puestos en la Plaza por el mercado
semanal, así que, finalmente decidió levantarse y bajar a la cocina. Su madre ya lo había hecho, como era costumbre, pero lo que no podía imaginarse era ver allí a Francisco. Se tiró como un loco a abrazarlo.
-¿Cómo es que has venido ya? Con lo lejos que está Orihuela…
-El padre de un compañero pone puesto aquí, así que quedamos muy temprano para venirme en su carro.
La emoción apenas le dejaba ordenar todo lo que quería decirle, tenía tantos planes preparados y tanto que contarle…
-¿Sabes? Hace menos de un mes que nos llevó el maestro a recibir al Obispo al camino de Orihuela y después vino a ver la escuela de la Ermita. Le dije que tenía un hermano en el Seminario y que seguro que también llegaría a Obispo, y ¿sabes…?
Su madre tuvo que interrumpirle y recordarle que Francisco aún tenía muchas cosas que hacer antes de irse con él, tenía que ir a la Iglesia y presentarse al vicario, don Manuel Miralles y ver al abuelo y a sus tíos, además, como cada sábado a él le tocaba salir a esperar al cabrero para que le ordeñase los dos cuartillos de leche, comprar el pan, y bajar por la calle hasta la acequia para, en caso de que llevase agua, llenar las tinajas del patio.
Llevaba sin llover en abundancia casi tres años.
Pero Tomás estaba feliz, tan feliz que no le suponía ningún esfuerzo realizar todas aquellas obligaciones que cualquier otro sábado le hubieran supuesto un suplicio.
La mañana se fue volando, y sin darse cuenta, llegó la hora de rezar con el resto de la familia.
Hoy era Francisco el que decía la oración para dar gracias antes de comerse la “olla viuda” que su madre había preparado pacientemente desde la noche anterior, cuando puso los garbanzos a remojo con agua y sal, a sabiendas de que a su hijo seminarista le encantaba aquella comida, especialmente las morcillas de cebolla.
Por fin, Tomás se agarró a la mano de su hermano y pusieron rumbo a la huerta. Lo hicieron por la “colada de los pastores”, desviándose poco antes de llegar a la vereda del nido, y parándose
de vez en cuando para intentar coger ranas en las balsas de cáñamo ó hojas de morera para sus gusanos. Saltando acequias llegaron hasta el lugar exacto que a él tanto le gustaba. Estaban en la mota del río frente a la Hacienda del Marqués de Ríoflorido y allí se sentaron para contemplar en silencio la gran manada de caballos que, entre viñedos, formaban parte de la ganadería de don José Viudes*.
Comenzaba a hacerse tarde, ya eran más de las cinco, y era el momento de volver, tenía que repetir el catecismo.
Lo hicieron por la amplia alameda del Camino del Puente que llegaba hasta el Convento, un enorme edificio que él siempre había conocido abandonado**, pero del que su hermano mayor le contaba historias fantásticas. No le gustaba pasar por allí cuando se hacía oscuro, se imaginaba los muertos enterrados en las paredes del Panteón, ó peor aún, el cuerpo incorrupto del fraile que guardaban en una caja desde hacía siglos, ¿estaría aún allí dentro?
Quiso olvidar todo aquello que se le venia a la mente según avanzaba por la alameda, y por eso, volvió a pedirle a Francisco que le contase cosas del “Barbudo”.
Le gustaba escuchar los relatos que hacía su hermano del bandolero más famoso de la comarca; Jaime José Cayetano Alonso “El barbudo”. Hacía cinco años que lo habían ahorcado en Murcia,
acusado de robos y asesinatos, pero su historia, mitad verdad y mitad leyenda le fascinaba…
Inesperadamente, un fuerte estruendo, como un cañonazo, se oyó muy fuerte desde el río, y en segundos, la tierra comenzó a temblar a sus pies.
Tomás recordó que el maestro les había dicho que hoy comenzaba la Primavera, ¿sería éste el aviso del inicio? No, no recordaba que fuese así otros años.
Francisco le cogió la mano con fuerza a su hermano pequeño, sin hablar, y comenzaron a correr hacia el pueblo. A la sacudida le siguió una fuerte ráfaga de viento, y a ésta, otra vez un estruendo infinitamente mayor.
A un lado de la alameda, donde las barracas, salía gente gritando, al tiempo que la frágil estructura del techo de cañizo se venía abajo en algunas.
Frente a ellos no había pueblo, sólo una nube de polvo y silencio.
Su hermano se arrodilló en el suelo y comenzó a rezar sollozando.
Él no acertaba a saber qué pasaba, porqué lloraba Francisco, donde se había metido el pueblo…De nuevo sintió que su hermano le arrastraba de la mano, a toda prisa, sin hablar, y así pasaron por delante del cementerio, hundido en parte, hasta llegar a un montón de ruinas de las que sólo reconocía parte del Convento, pero nada más, ¿Dónde estaba su casa? ¿Y su familia?.
Nadie hablaba, o por lo menos él no entendía los lamentos ni los gritos. Empezaba a darse cuenta que aquello no lo había hecho un cañonazo, que debió ser un terremoto, iguales a los que, a modo de aviso, habían sentido en enero.
De entre la nube de polvo y gente malherida distinguió a su madre Efigenia y su hermana, Maria Dolores, que lo abrazaron con mucha fuerza, tanta, que llegó a faltarle la respiración. Su hermana lo cogió de la mano y se lo llevó hacia la huerta, bordeando los montones de ruina hasta el otro lado de la Acequia Nueva, cruzando por el “puente” en el inicio del Camino de Catral, y allí se quedó, sentado en la mota, viendo desde allí las ruinas del pueblo, preguntándose si su madre aún le compraría lo que le había prometido por su próximo cumpleaños, su noveno cumpleaños, y para el que sólo faltaban trece días.
Se acordó de que en la carrera hacia el pueblo había perdido las hojas de morera guardadas en el bolsillo del pantalón, y cayó en la cuenta de que, seguramente, no volvería a tener gusanos de seda aquella primavera.
Alguien tuvo la idea de hacer lo mismo con el resto de niños, de llevarlos hasta el otro lado de la acequia, justo donde comenzaba la huerta y no existía peligro de nuevos derrumbes, así que poco a poco fueron llegando, algunos heridos y llorando, compañeros de la única escuela del desaparecido pueblo.
Una anciana encendió una hoguera para pasar la larga noche que ya comenzaba, se enjugó sus lágrimas, y como si fuese una gallina dispuesta a empollarlos, fue reuniendo a todos los niños alrededor de la lumbre.
A pesar de la tragedia que se vivía a pocos metros, comenzaban a calmarse, y tímidamente algunos de ellos, como si de un milagro se tratase, a sonreír.
“Manecica muerta,
El perrico está en la puerta,
El gatico en la ventana…
¡Abra usted señora Juana!
-¿Y el gatico? Preguntó uno de los niños.
-En la ventana
-¿Y el perrico? Volvió a preguntar otro niño.
-En el corral
-¿Me morderá?
Y todos, a la vez, incluido el pequeño Tomás, imitaron el sonido de un ladrido.
-¡Guau, guau, guau! “
Aunque la historia es inventada, todos los personajes, acontecimientos y fechas son reales.
Tomás Capdepón Martínez , huérfano de padre desde los diecisiete meses, abandonó Almoradí diez años después (1839) para iniciar su brillante carrera como militar, periodista, escritor y político, siendo elegido diputado a Cortes por Orihuela en varias ocasiones, nombrado subsecretario del Ministerio de Hacienda, y más tarde, Director General de Propiedades y Derechos del Estado.
Su hermano Francisco, diez años mayor, fue Canónigo de la Catedral de Orihuela y Catedrático en el Seminario de la Diócesis.
*Los RioFlorido eran grandes productores de vino, y su ganadería caballar ganó años después, en 1900, numerosos premios en la Exposición Agrícola de Murcia.
**Los mayor parte de los frailes abandonaron el Convento en 1820, el mismo año del nacimiento de Tomás.
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Alexandro Garcia:
ResponderEliminarD . Tomás Capdepon y Martínez, nacido el tres de abril de 1820, era hijo de Francisco de Paula Capdepon y E figenia Martínez Mompean, a su vez Francisco era hijo de Juan Pedro Capdepon que casó con Vicenta Gombau Risueño de Benejuzar, a su vez Juan Pedro era hijo de Pedro Capdepon nacido en 1684 que casó con Maria Espeches de Lucq y así podemos seguir hacia atrás hasta el hijo del noble francés Marcelo Capdepon, llamado Juan Jacob o Capdepon quien fuera oficial de la guardia real de Felipe IV. Gran linaje