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La Tata (Premio Accésit XVII Certamen Literario Antonio Sequeros )




Era la primera vez que viajaba sólo, la primera en la que llegaba hasta la Estación sin ninguna compañía.
Su madre nunca se lo habría permitido, pero ahora que había fallecido meses atrás y a punto de cumplir catorce años, su padre le dijo que ya era lo suficientemente mayor. Aunque eso sí, tuvo que aguantar las mismas advertencias de costumbre: “no hables con nadie, sé educado, no te vayas a pasar de estación, fíjate bien en el cartel de Almoradí-Dolores, obedece a la abuela cuando llegues…”


A su llegada, el cochero le esperaba con su reluciente tartana “faetón” é iniciaron un corto paseo hasta la Hacienda. Habían acabado las clases y comenzaban sus ansiadas vacaciones en la huerta, rodeado de sus primos, lejos de Alicante, y bajo la protección de la “tata”.
La “tata” (en realidad, no conocía su nombre) era una “vieja” mujer enlutada que estaba al servicio del Marqués, y que se había encargado del pequeño Lorenzo todos los veranos, desde que nació. Era de la parte de Murcia, y tenía cinco hijos que se fueron casando y dejando vacía la casa, aunque uno de sus nietos, el de su hija mayor, ayudaba en las faenas de la huerta a su marido.

El matrimonio vivía allí mismo, en la planta baja, donde además estaban las cuadras de animales, y un enorme patio central con un pozo.
Con la misma nana que había dormido a sus cinco hijos, y después a sus nietos, la misma cantinela, con el crujir de la misma silla comprada en Bullas, marcando el compás con un suave “golpecico” en el “culico”, el pequeño Lorenzo se había dormido en sus brazos desde que era un bebé, y por eso, era de lo primero que se acordaba cuando llegaba a la finca:
“¡Ea, ea, ay, que gallina tan fea, ea, ea, y como se sube al palo, alo, alo, y como se zarandea!...Ea, ea… “Y la repetía, y repetía, hasta que se quedaba “torraico”.

Tenía la “tata” un hablar muy peculiar, allí las ortigas eran “marranchinchas” y las judías, que por cierto odiaba, “bajocas”.
A las cáscaras les decían “pellorfas” y si te daba un dolor de barriga, en realidad, lo que te estaba dando era un “torsón”.

Él acababa el verano hablando como ella, y siempre escuchaba a su madre, cuando vivía, discutir por aquello: “que si no era bueno que estuviera todo el tiempo con la “Tata” y su nieto, que si acababa hablando como ellos, que si eso no tenía que ser bueno….Pero él era feliz, sin traje y sombrero, corriendo en pantalón corto por la mota del río con el “pichas” (así decía llamarse el nieto de la “tata”) hasta el puente de hierro, volando la “milocha” que el abuelo del “pichas” había hecho con cuatro cañas y un trozo de papel.

Su padre, aunque era Marqués, Diputado y no sé cuantas cosas más, en realidad no sabía ni la mitad que el agüelo del “pichas”. Con él aprendió a distinguir las “caberneras” de los “verderoles”, a saber cuando un melón de agua estaba “pa comérselo” y hasta le enseñó a ayudar a que pariesen las yeguas. 
Curiosamente, tampoco sabía su nombre, era simplemente el “agüelo”.
Las únicas horas del día en las que subía a casa era por la noche, para darle un beso a la abuela, marquesa viuda, y acostarse. No le gustaba aquella casa tan grande, llena de habitaciones, muchas de ellas sin ventanas. Pero abajo todo era distinto.
A un lado de la planta baja estaban las bodegas y lagares, las cuadras de animales, el matadero, y la casa de la “tata” con el horno, algo milagroso del que salían unas tortas de azúcar que siempre estaban crujientes.

Los sábados el cochero preparaba el faetón al que enganchaba dos caballos y
daban una vuelta por el bullicioso mercado del pueblo y lo mismo hacían los
domingos, cuando toda la familia, incluido su padre que bajaba de Alicante a pasar el fin de semana, acudían a la Iglesia.
Muchas veces, el señor cura se volvía con ellos para comer, era el día de la semana que tocaba ir bien vestido y portarse con toda educación, como le habían enseñado. Nada que ver con las comidas de la “tata”, donde ni siquiera rezaban para dar gracias.
A pesar de que la casa siempre estaba llena de gente importante, él siempre se iba en busca del “agüelo” y del “pichas”.

El pobre “zagal” no conocía la escuela ni mucho menos las vacaciones y se pasaba el día detrás de su abuelo, haciendo lo que le mandaban.
Limpiaba los animales, sacaba agua del pozo, preparaba las barricas para el vino, siempre había algo que hacer en aquella finca tan grande. Y eso que estaba lisiado de una pierna, y andaba renqueando desde bien pequeño. Su abuelo se lo llevó al pueblo, tendría cuatro ó cinco años, a la salida de la carretera de Novelda, donde la herrería.

Allí estuvo de tratos para vender un mulo, y allí se olvidó del nieto que se
puso detrás de una yegua, entre dos carros, que acabaron pisándole una pierna.
El veterinario, que también debía entender de niños, dijo que no era nada, que en un mes como nuevo…Y así se quedó para siempre, como nuevo. 

Primero tuvo que andar con algo parecido a una muleta, hecha por su abuelo, en la que alguien tuvo la idea de grabar con una navaja la palabra que, con el tiempo, se convirtió en su mote.
Como en Algorfa su madre no podía llevarlo al colegio, cojo como estaba, y
tampoco iba a valer para trabajar, lo mejor que se podía hacer era mandarlo con los abuelos, a casa de los marqueses, que allí no le faltaría comida.

Lorenzo siempre quería llevarse al “pichas” por la mota, pero el “agüelo” se lo tenía prohibido, así que, acababa haciéndolo con alguno de sus estirados primos que pasaban las vacaciones con él. Les ensillaban un par de caballos y enfilaban por la orilla del río, unas veces hasta la desembocadura, parándose en el puente del ferrocarril para ver la enorme locomotora echando humo camino de Torrevieja, y otras hasta el Azud, donde el molino harinero, justo donde comenzaba la Acequia que daba riego a toda la finca.

Una mañana, como cualquier otra, bajó en busca de su vaso de leche, aquél que le dejaba los bigotes llenos de nata, y se encontró con algo muy extraño. Había mucha gente en la puerta, algunos hijos de la “Tata”, y un par de carros que no conocía.
Hasta la abuela estaba allí, en la puerta. Algo importante tenía que pasar para que su abuela, marquesa viuda, estuviese allí tan temprano.
-Carmen ha tenido un dolor por la noche, han ido en busca del médico y del cura al pueblo, pero no se ha podido hacer nada…Parece ser que estaba ya tiempo con lo mismo, era una mujer que no se quejaba, la pobre…

Para el velatorio se la llevaron a Algorfa, a casa de su hija mayor, y después la
enterraron en el pueblo. Ella hubiese querido que lo hubiesen hecho en Bullas, pero no pudo ser, era un viaje muy caro. A su nieto el “pichas” y a él no los dejaron ir al entierro, a uno por no tener ropa y al otro “porque no era adecuado”, así que se escondieron en la barraca del puente de piedra, y desde allí los vieron pasar con la caja, camino de Almoradí.
Al otro día, después de desayunar por primera vez en la cocina con su abuela y sus primos, nada que ver con los vasos de leche de la “tata”, bajó en busca del “agüelo” y del “pichas” pero los encontró cargando algunas cosas en un carro.
Su nieto las ataba con una cuerda.
-Me voy a casa de mi hija Paca, yo ya estoy muy mayor, y tiene razón tu abuela, la señora Marquesa, ahora necesitan un matrimonio más joven que cuide todo esto, a mi me quedan dos “pelás”…Le extrañó que siendo una casa tan grande, con tantas cosas dentro, apenas llenasen una cuarta parte del carro. Entre las pocas cosas, estaba la silla comprada en Bullas,
en la que su “tata” lo dormía cuando era un mañaco.
-“Agüelo”, ¿Te vas a llevar la silla de las nanas? Le preguntó Lorenzo.
Lo miró pensativo, pero finalmente le dijo a su nieto que la desatara y se la diese al
señorito” Lorenzo.
Nunca lo había llamado así.
Después, pacientemente, montó en el carro, arreó al viejo mulo y emprendieron camino del puente. El “pichas” aceleró su paso renqueante, pegó un salto y se subió en él. Su mirada se fijó en la de Lorenzo, y así se quedó hasta que doblaron por el camino y desaparecieron.
Fue la última vez que les vio.

Algunos años después, convertido en un importante empresario, volvió a la finca.
Lo hizo conduciendo uno de los primeros coches a motor, un flamante “Maxwell”.
Su hermano mayor, además del título nobiliario, había heredado la hacienda, y
reformado completamente. La fachada aparecía ahora totalmente enlucida, sin
aquél acabado en piedra, las bodegas y lagares habían desaparecido y
transformado en aljibes. Un enorme jardín con estatuas y una casita de juegos para los niños ocupaban lo que él había conocido lleno de viñedos. La casa de la “tata” estaba ahora ocupada por un joven matrimonio con niños.

Acabada la fiesta, se dirigió a las cocheras, donde había aparcado el coche, y al
fijarse en el altillo, lleno de trastos viejos, reconoció la vieja silla comprada en Bullas, aquella en la que la “tata” le cantaba aquella nana, marcando el compás con un suave “golpecico” en el “culico” y dejando al pequeño Lorenzo “torraico”.
Se sintió mal.
Por el “agüelo”, y por el “pichas”. Por no haberse despedido, por no haberles dicho lo feliz que fue durante todos aquellos veranos, por haberle quitado al “agüelo” aquella vieja silla a la que después nunca le hizo caso.

Pero ahora era un importante empresario, tenía grandes negocios y no era tiempo de lamentaciones.
Por un momento le pasó por la cabeza la idea de parar en Algorfa, de buscar al
“pichas”, de saber cómo le había tratado la vida, pero tenía un largo camino de
regreso a Alicante. Su mujer habría pensado que estaba loco, y además su hijo
pequeño se había quedado en casa, era un viaje demasiado largo para un bebé.

Cuando llegaron, la niñera estaba intentando dormirlo en una lujosa
mecedora llena de cojines, nada que ver con la silla comprada en Bullas.
Lorenzo cogió suavemente a su pequeño en brazos para intentar dormirlo, en
realidad por primera vez, y lo hizo entonando una cantinela, una y otra vez, marcando el compás con un suave “golpecico” en el “culico”, hasta que finalmente se quedó “torraico”…


LA TATA 2ª PARTE AQUÍ



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