Mi madre me hacía ducharme, ración doble de colonia y ropa de los domingos.
Llegada la hora, me sentaban en una mesa, mucho más lujosa de la que habitualmente usaba, con un mapa detrás y algún libro abierto que no había visto en mi vida.
El fotógrafo me advertía que pusiese cara angelical, pero mientras hacía el esfuerzo de sonreir, el flash se disparaba y tenía que levantarme para dejar el sitio al siguiente.
Águeda Gómez |
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