Accésit del XVIII Certamen Literario Antonio Sequeros de Relato Corto sobre la Comarca de la Vega Baja.
( Sólo en parte, está basado en hechos reales ocurridos el invierno de 1916, que fueron publicados en la prensa de la época.)
Aquella larga fila de barracas era el mundo donde su corta existencia, apenas dieciséis años, había transcurrido.
Siempre lo mismo.
El día comenzaba para ella cuando los primeros claros apuntaban por oriente, y con ellos, oía a su padre levantarse tosiendo con insistencia, abriendo la puerta de la barraca, y sintiendo a su madre preguntar desde el fondo:
-¿Qué tal día, Martín?
-Bueno, muy bueno. El cielo está estrellado como los ojos de un grillo, ¡Gracias a Dios!
Y daba siempre gracias porque un día con lluvia era un día perdido, un día sin jornal.
Después Martín cogía su petaca y se liaba ceremoniosamente un cigarrillo que saboreaba con verdadera delicia, para marcharse poco
después a la dura faena de la huerta que se alargaba hasta el anochecer.
A ella le quedaba un largo día por delante.
Solía encender el horno de atoba de la puerta para el amasijo del pan, y se encargaba de cortar unos manojos de hierba que mezclaba con paja para la burra, su querida pollina.
Ésta siempre seguía la operación con sus ojazos rebosantes de agradecimiento y las orejas tiesas de impaciencia.
Cuando se acercaba el mediodía echaba a andar casi una hora a donde su padre, el Martín, y esperaba a que éste parase de agramar y se comiese lo caliente que su madre había preparado.
Después, otra hora de regreso, que pasaba mirando al horizonte, hacia la sierra de Crevillente, preguntándose que habría tras aquellas montañas azules.
Una sola vez en su vida, siendo una cría, había tenido ocasión de montar en tren, de viajar, pero fue justo en sentido contrario al de las montañas, en dirección a las playas de Torrevieja, cruzando el puente de hierro que tantas veces pasaba andando con la comida caliente.
Un único día en el que su padre, el Martín, la cogió en brazos y se la llevó hasta donde el agua llegaba a la cintura.
Cómo olvidar aquella sensación, el agradable olor a sal, y especialmente, aquél cariñoso abrazo de su padre, el único que recuerda.
Algunas noches de invierno alrededor de la cocina baja, algún vecino relataba que no muy lejos existían enormes ciudades donde los coches corrían sin caballos que los arrastrasen, donde las gentes vestían extrañas y muy ricas ropas, donde había jardines como los de los cuentos de hadas, donde abundaban los teatros, los soldados, cosas tan extraordinarias como el teléfono o la luz.
En su mente se formó la idea de que ella también podía gozar de tantas maravillas.
Sabía de algunas del pueblo que fueron a servir a la capital, a Alicante, y que ya no volvieron, que hasta se echaron novios obreros que casi vestían como señoritos y se casaron.
El “Manolo de la viuda”, un vecino que vivía en la misma fila de barracas la rondaba desde hacía tiempo, y aunque era buena gente, ella no quería acabar como su madre, no quería despertar cada mañana del resto de su vida preguntando:
-¿Qué tal el día?
Sabiendo que la respuesta en nada iba a cambiar la dura jornada que tendría por delante: coger agua de la acequia, hacer el amasijo del pan, cortar hierba para la pollina, preparar el perol con la comida para llevarla al tajo donde su esposo…
Aquella noche esperó a que Martín se fumase el cigarrillo de buenas noches y apagase el candil que pendía de un clavo cerca del hornillo, y se aseguró que estaban bien dormidos.
Salió silenciosamente y pasó por el establo para poner por última vez su mano sobre el lomo de la pollina y, a modo de despedida, darle dos pequeñas palmadas un poco más arriba del nacimiento del rabo, donde sabía que le gustaba.
Después emprendió camino a pie por la vía del tren.
Cerca de Albatera dos hombres se cruzaron en su camino, parecían buena gente, y le preguntaron a donde se dirigía.
Después la invitaron a descansar y a tomar algo a una barraca cercana, aún le quedaba un largo viaje hasta Alicante, a lo que ella aceptó inocentemente…
Sus gritos nunca alertaron a nadie, si acaso a un par de amigos más que decidieron unirse a la fiesta.
Dos días después la encontraron perdida cerca de las vías del tren, por donde los manantiales.
Sus padres habían denunciado la desaparición a la Guardia Civil y el juzgado de Dolores se encargó de las debidas diligencias.
Pero ya nada fue igual.
Al volver a su pequeño mundo, lo primero que hizo fue poner su mano sobre el lomo de la pollina y, a modo de bienvenida, darle dos pequeñas palmadas un poco más arriba del nacimiento del rabo, donde sabía que le gustaba.
Antes de meterse en su humilde barraca miró al cercano horizonte, donde la sierra de Crevillente es azul, y se encerró para siempre.
Llegada la primavera, una de aquellas mañanas en la que el cielo amaneció lluvioso y cerrado, el Martín cogió su escopeta de la pared y enfiló por la vía del tren camino de la Sierra de Crevillente.
Aunque solía cazar por el Hondo del cercano Dolores los días sin jornal, ésta vez se dirigió al campo de Albatera, sin su galgo, y lo hizo con la mirada puesta en aquellas cercanas montañas azules, con una clara idea en su cabeza.
Él sí sabía lo que había detrás, y conocía la maldad de la gente.
Le habían tocado tres años en Cuba, un tiempo que siempre quiso olvidar y del que nunca habló, del que nunca contó porqué regresó él y no lo hizo el padre del “Manolo de la viuda” y tantos otros.
Le costaba hablar, le costaba mostrar sus sentimientos.
Nada le hubiese gustado más que decirle a su hija como se sentía por lo que le habían hecho, por el sufrimiento que tuvo que pasar, pero nunca lo hizo.
Al anochecer entró el Martín por la puerta sin ninguna pieza, mal día para la caza, y colgó la escopeta en la pared del dormitorio al tiempo que su mujer le preguntaba:
-¿Qué tal el día?
-Bueno, muy bueno. Mejor de lo que podía esperar.
Aunque el plato caliente del mediodía estaba en la mesa, el Martín no cenó ni tampoco encendió el cigarrillo de buenas noches. Su mujer le acercó la “safa” de agua tibia, como cada noche, y después de lavarse, se acostó sin hablar.
Nadie se presentó al juicio celebrado algunos meses después, ni siquiera la hija del Martín quiso hacerlo, aunque tampoco nadie denunció la desaparición de los cuatro acusados, seguramente se habrían escapado lejos, muy lejos…
Se cuenta que por el 37, en plena construcción del campo de trabajo cercano a los manantiales, aparecieron unos cuerpos que no pudieron ser identificados.
Los más viejos del Camino aún recuerdan la historia que sus padres les contaban, y juran haberse acercado de niños hasta la vieja barraca para mirar por su pequeña ventana con la morbosa esperanza de verla, pero sin ninguna fortuna.
Cuentan que poco después de morir el Martín, maldito cáñamo, lo hizo su madre, y que ella no fue a ninguno de los entierros.
Que en algún momento, acabada la guerra, la techumbre de caña se vino abajo y que en su interior no encontraron a nadie.
Quien sabe, quizá la hija del Martín cruzó las montañas azules y finalmente pudo cumplir el sueño de saber que había más allá…
eres un "puto"crak,de donde sacas tanta impiracion??p.m.
ResponderEliminarMe gustó muchísimo tu relato, y Raquel lo leyó muy bien. Enhorabuena por tu premio y por tu trayectoria, sigue trabajando asi. Un abrazo *Isabel*
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